30 septiembre, 2006

 

Elizabeth



El hombre se sale de su matriz. Estalla y un mecanismo lo desvía al centro.
Entonces decide soltar las cuerdas, y es ahí cuando el espíritu del domo lo intercepta.
Le pide que se cuide, que allí donde se dirigía nada sería igual.
El hombre asiente y opta por continuar su camino, pero un brazo de metal lo toma del hombro.
Obligado a disparar, el humano saca el arma de su chaleco y proyecta cuatro balazos en el futuro del androide.
Y luego sale. Al exterior.
La adaptación sería ardua.
Aquello resulta un efecto mariposa: Nuevos fuegos alimentan su pasión cognoscente.
Y ahora quiere el todo por el todo, pero no puede obtenerlo a pistola desnuda. Debe buscar nuevos armamentos.
Ya en la casa de su más antiguo compañero, vislumbra una pena marchita. La ignora, ya que no puede reparar en nimiedades sentimentales, y solo compra. Se lleva una de las Nueve Reinas, los ejemplares de la edición limitada de su arma preferida.
Esa misma noche, en el centro, exhala la superficie de un rescate y contempla a ciencia cierta la más odiosa guardia. Se acerca al joven vagabundo, que, trastocado, grita en desaforo y esperando la carroza nupcial para emitir comentarios nauseabundos y resentidos.
Levanta a Elizabeth, a la altura de su cuello, y dispara al centro de la fuente de aquellos pensamientos rebuscados y decepcionantes.
El joven cae muerto, brindando el show de un hombre real que ha sido ajusticiado por su soledad.
Sin pensar en que le repara el destino, aferrado a un lejano memento que lo mantiene con vida, el misterioso hombre busca quedarse con el cambio, y entonces prefiere dirigirse a su guarida, y planear fríamente su próximo paso. No sea cosa de que alguien se adelante.
Se sabe el hombre que condena a quien no vive la vida.
Guarda a Elizabeth en el bolsillo de su chaleco, y no vacila en su andar.

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# Posteado por Morton 6:23 p. m.
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